Herodes el Grande reinó sobre el pueblo judío durante prácticamente las cuatro últimas décadas del siglo I a.C. Destacó por su eficaz gestión administrativa, por el lustre que dio a Judea, por grandes obras como la reconstrucción del templo de Jerusalén, e incluso por gestos humanitarios como el reparto de grano, comprado de su propio peculio, en una terrible habruna.
Pero Herodes no supo, o no pudo, conquistar el corazón de sus súbditos judíos: para ellos fue siempre una piedra de escándalo y un motivo de rencor.
En cambio, Roma, que desde el año 63 a.C. había hecho de la antigua Judea un reino vasallo (que abarcaba Samaria, al norte, y Edom, al sur), adoraba a Herodes. Pocos monarcas se mostraron tan complacientes con el naciente Imperio romano y tan solícitos en colaborar con él. Esto se hizo patente cuando Octavio Augusto, tras vencer a Marco Antonio y Cleopatra en la batalla de Actium (31 a.C.), llamó a su presencia a Herodes.
Éste temió seriamente por su vida, pues hasta entonces había sido un activo partidario del enemigo mortal de Octavio, Marco Antonio. Pero cuenta Josefo que el nuevo mandatario del Imperio supo apreciar la fidelidad del rey de Judea a su enemigo como prueba de su lealtad sin fisuras a Roma. No sólo lo dejó con vida, sino que le declaró su profundo aprecio. Augusto mantuvo excelentes relaciones con Herodes, pues éste se comportaba como un subordinado ideal: sus informes periódicos eran precisos y sabía que cualquier deseo que se expresara desde Roma era al punto ejecutado en su reino.
Por el contrario, a los ojos de sus súbditos, la mayoría piadosos, un monarca como Herodes era precisamente lo que no necesitaba Israel. De él les molestaban muchas cosas, empezando porque su reinado había sido impuesto con mucho derramamiento de sangre por las armas romanas, y siguiendo por el hecho de que el monarca no tenía orígenes puros judíos, ni mucho menos; su padre descendía de una familia de Edom, enemiga tradicional de los judíos, y su madre era árabe. Pero lo peor de todo era que Herodes mostraba muy poco respeto por las costumbres y leyes de la religión judía, para indignación de los judíos piadosos y observantes, que en su mayoría estaban radicados en Jerusalén, espejo de la nación.
MÁS GRIEGO QUE JUDÍO
El rey hacía ostentación de ser un príncipe de cultura grecorromana. Bastaba ser griego, o romano, culto y bien educado, para pasar unos días, regaladamente, en el palacio de la capital o en el de Jericó. Los aposentos para invitados de la corte real estaban siempre ocupados. Como si Herodes tuviera horror a que hubiera un vacío en su entorno, nobles extranjeros –filósofos, historiadores, poetas y hombres de teatro– desfilaban incesantemente por la corte, y eran invitados asiduamente a comer y a dormir a costa de las finanzas reales. Herodes se comportaba en Jerusalén del mismo modo que Mecenas, el fiel colaborador de Augusto, protector de artistas y poetas, lo hacía en Roma.
Este desfilar de gentiles irritaba principalmente a fariseos y esenios, numerosos en Jerusalén y alrededores; los primeros ostentaban altos cargos religiosos, como sumos sacerdotes del Templo, mientras que los esenios eran una secta apocalíptica que quería purificar el judaísmo.
Todos creían que el rey estaba corrompiendo a propósito las costumbres de su corte, y que esa indecencia se estaba expandiendo por la ciudad y sus alrededores. Como ejemplo pusieron la construcción de un teatro y un hipódromo, símbolos de la cultura pagana de griegos y romanos.
De la mano de su consejero Nicolás de Damasco, parecía que el monarca descuidaba los deberes de Estado y se había entregado demasiado al aprendizaje de la filosofía, la retórica y la historia griega y romana. Pero no a la Ley, la única fuente de sabiduría. La administración de los asuntos de Estado recaía en gentes de educación griega, situadas en puestos clave.
Así, la exhibición de la pompa romana y griega en ciertas ciudades del reino, como Cesarea, era absolutamente inaceptable para los judíos. Ante los piadosos de Israel todas estas realidades tenían un peso mucho más negativo que algunos actos aparentes de devoción, escasos, por parte del rey, y también más que algunas concesiones aisladas a los fariseos, a quienes el rey tenía políticamente en cuenta como maestros que eran del pueblo.
GLADIADORES EN EL TEMPLO
La construcción de templos paganos en zonas como Sebaste (Samaria), y en especial el dedicado a la diosa Roma y al genio de Augusto en Cesarea, era un insulto público a la Ley. Para colmo, Herodes había preparado grandes festejos paganos para la inauguración de Cesarea, la gran capital que había hecho construir en la costa, entre las actuales Tel Aviv y Haifa, provista de un puerto artificial y diversos anexos, además del templo.
Herodes organizó luchas de gladiadores y otros juegos durante la dedicación del templo; todo el conjunto estaba ofrendado al emperador Augusto y a Livia, su esposa, que contribuyó a la ocasión con magníficos dones como premio para los vencedores. Pero para los judíos, las luchas de gladiadores eran profundamente inmorales, pues consideraban que el único dueño de la vida humana era el Altísimo.
Además, por la noche se multiplicaban los festines y las bailarinas extranjeras eran casi más abundantes que los comensales. Y con ellas, las orgías y el desenfreno. El pueblo lo sabía y se escandalizaba profundamente. Así que, a los ojos de sus súbditos, un monarca como Herodes era precisamente lo que no necesitaba Israel.
Otras dos acciones de Herodes ofendieron la sensibilidad religiosa israelita: su sórdido manejo del sumo sacerdocio del templo de Jerusalén y la profanación de la tumba de David. Lo primero se remontaba a inicios del reinado.
El flamante monarca tuvo la osadía de nombrar como sumo sacerdote a Hananel, un hombre oscuro y desconocido, aunque descendiente auténtico de Sadoc (el sacerdote de tiempos del rey David que dio origen al linaje de los saduceos); por lo tanto, estaba, en sí, legítimamente capacitado para el cargo. Pero que el rey hiciera tal nombramiento no era de recibo, ni mucho menos. La cosa no quedó ahí.
Pronto, sin previo aviso, el monarca lo depuso y nombró sumo sacerdote a Aristóbulo, hermano de su esposa Mariamne, descendiente por tanto de los macabeos, el linaje que había encabezado la lucha por la independencia de los judíos en el siglo anterior. Pero antes de un año ordenó su asesinato. Oficialmente, Aristóbulo murió ahogado accidentalmente mientras se bañaba en una alberca del palacio, pero todos sabían que la mano del rey estaba detrás.
EL TESORO DEL REY DAVID
El segundo motivo de escándalo fue la expoliación de la tumba del rey David, en Belén. Según noticias que habían pasado de boca en boca, décadas antes, el rey Juan Hircano había conseguido tres mil talentos bajando al sepulcro de David y apoderándose de parte de las monedas y objetos preciosos que allí había como ofrenda funeraria. ¡Y corrían lenguas de que aún quedaba mucho más!
Herodes decidió imitar el ejemplo de su antecesor a causa, sobre todo, de los dispendios de Cesarea, que habían exigido cuantiosas sumas.
Como la presión de los impuestos y tributos era ya considerable, al rey se le ocurrió que tal sistema de conseguir dinero era fácil. Pero lo único que consiguió fue enajenarse la voluntad de los pocos piadosos que de entre los ciudadanos judíos aún lo defendían. El hecho era terrible y Herodes lo sabía; no sólo significaba la profanación de un símbolo venerado, sino que comportaba algo que la religión judía prohibía terminantemente: el contacto con cadáveres, que conllevaba impureza e impedía acercarse al Templo.
El rey quiso llevar la acción en secreto. De noche, con una guardia escogida y algunos obreros armados con picos de hierro y otros útiles, bajó él en persona para violar el sepulcro, pero allí no quedaba casi nada. Esto, aderezado con la novelesca historia de que tanto el rey como sus cómplices habían huido despavoridos ante una serpiente gigantesca que moraba en la tumba, fue lo que se divulgó entre la población, que se ratificó en su odio hacia el rey. Y aumentó la distancia, cada vez más infranqueable, entre Herodes y su pueblo.
POLÍGAMO Y CRIMINAL
La vida privada del rey era, además, un ejemplo de lujuria, crueldad y perversión. Sus muchas mujeres y concubinas fueron, sin duda, motivo de repulsa. Herodes tuvo nueve o diez esposas –dos de ellas pudieron ser, quizás, una sola, debido a que el parentesco no queda claro–. La mayoría fueron esposas sucesivas, aunque no siempre.
El que un monarca fuera polígamo podría parecer que no era motivo de gran escándalo para los judíos en general, que en las Sagradas Escrituras veían ejemplos de reyes de Israel que poseían incluso harenes. Sin embargo, la poligamia apenas existía ya en el Israel del siglo I a.C., a pesar de que la leyenda cuente algún que otro caso escandaloso como el del rabino Tarfón (que vivió entre los siglos I y II), quien tuvo trescientas esposas sucesivas. En esa época la monogamia era considerada por la mayoría de los judíos como el estado natural del varón. Entre los esenios (incluidos los que vivían en Qumrán) y la mayoría de los fariseos tener una única esposa era doctrina común. Por tanto, la poligamia de Herodes era escandalosa.
La familia del rey era también motivo de escándalo por las intrigas palaciegas.
Suponemos, además, que el rey tenía a su disposición un buen número de concubinas que provenían, sobre todo, de las mujeres de servicio en palacio y de los contactos en los frecuentes banquetes. El excesivo número de concubinas era muy mal visto entre los judíos, pues se recordaba que incluso un buen monarca, pero dado al sexo, como Salomón al final de su vida, era una persona alejada de Dios y de su Ley.
La familia del rey era también motivo de escándalo por las intrigas palaciegas, plasmadas en complots contra su persona o su gobierno, maquinaciones fundadas o simplemente imaginadas por la temerosa fantasía del rey, pero que hicieron correr sangre en abundancia. De entre los asmoneos, que vivían en palacio, murieron a manos de Herodes el hermano de Mariamne, Aristóbulo el Joven, nombrado sumo sacerdote; el etnarca Hircano II, antecesor suyo en el trono; Mariamne, segunda esposa del monarca; dos hijos de ésta, Alejandro y Aristóbulo, y Antípatro, primogénito del rey, hijo de Doris, su primera mujer, probable forjador de una conspiración contra su padre.
A todo ello se unían los asesinatos de civiles, muchos de ellos ocurridos en las mazmorras de palacio ya desde inicios de su reinado, que se caracterizó por la eliminación sistemática de enemigos afectos al régimen asmoneo anterior. Por ejemplo, los diez ajusticiados por conspirar para matar al rey a la salida del teatro; los trescientos asesinados junto con Terón, antiguo alto oficial del ejército herodiano, que murieron por apoyar a sus hijos Alejandro y Aristóbulo; las muertes selectivas de fariseos al final del reinado, y, en especial, la muerte de bastantes jóvenes y sus maestros, también fariseos, que habían destrozado el águila de oro que adornaba una de las puertas del Templo.
La vida y acciones escandalosas del monarca –o en todo caso ofensivas para la Ley y costumbres judías– continuaron hasta su muerte. Herodes jamás se arrepintió de su gobierno absoluto sobre sus súbditos. Josefo cuenta que cuando ya se sabía mortalmente enfermo dio orden a su hermana Salomé de que tras su muerte se liquidara a flechazos a los trescientos nobles más importantes del país, previamente encerrados en el anfiteatro de Jericó. La orden no se cumplió, pero la fama de su crueldad y libertinaje, coronada por esta intención, fue la responsable de la inverosímil leyenda de la matanza de inocentes de Belén narrada en el capítulo 2 del Evangelio de Mateo.
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